Prosas

Descubrimiento

Había una vez un estudiante universitario llamado Miguel. Generalmente, como muchos estudiantes universitarios, jugaba al fútbol los fines de semana, pero los lunes iba fijo a la biblioteca. Era una mañana lluviosa de abril. Con parsimonia extrajo su tarjeta de estudiante y la mostró al guardia que vestía de azul. Le dieron una llave metálica que más tarde abriría el casillero 100. La carga de su bolso negro era muy pesada para su espalda alargada pero enclenque: un notebook, un lapiz rojo marca bic, la ajada Lingüística General de Saussure, y un plumón verde para whiteboard. Encontrar el casillero 100 le toma 30 segundos; buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta gris, 30 segundos; introducir y girar la llave plateada, otros 5 segundos. Al abrir el casillero un viento tórrido sopló con fuerza desde el interior; oyó voces de niños y ruidos que le parecieron ladridos. Evidentemente, la situación era inusual. Buscando certidumbre metió la mano empuñada y pudo sentir nuevamente la brisa tibia rozarle los nudillos. Agachó un poco la cabeza para echarle un ojo. Lo que vio le recordó las ilustraciones de un libro de Lewis Carroll. Imágenes del ropero en las Crónicas de Narnia le sobrevinieron con brusquedad. Era otro mundo. El casillero es la puerta para descubrirlo, pensó. Deseó ser más pequeño, tener 5 o 7 años para entrar allí y abandonarse a la aventura. Naturalmente, le sobrevino la resignación. Su cuerpo adulto era demasiado grande y su cabeza demasiado ancha para cruzar por esa puerta. Metió el pesado bolso dentro del habitáculo. Le tomó 5 segundos girar la llave y retirarla, y otros 10 salir y enfilar hacia el interior del edificio.

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